viernes, 16 de julio de 2010

Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío

O por qué, al escribir, las palabras tienen que volverse otra cosa para ser exactas.

Una nota de Herta Müller, de la revista Humboldt, realmente genial. Tengo que conseguir más material de esta mujer, porque me interesó muchísimo conocer su obra, si en un artículo de una revista transmite tanto.










Los peinados de las mujeres eran, vistos por detrás, gatos sentados. ¿Por qué tengo que decir gatos sentados para describir los peinados?

Todo se volvía siempre otra cosa. Primero inadvertidamente otra cosa, cuando uno miraba sólo para sí. Después, sin embargo, demostrablemente otra cosa, cuando uno tenía que encontrar palabras, porque hablaba de esas cosas. Si se quiere ser exacto al describir, hay que inventar algo en la frase que sea por completo otra cosa, para poder ser exacto.

Todas las mujeres del pueblo tenían una trenza larga y gruesa. Doblada en dos, se llevaba la trenza en posición vertical desde la parte de atrás hasta más allá de la mitad de la cabeza, donde se fijaba con una peineta de asta semicircular. Los dientes de la peineta desapare­cían en el pelo, y de su borde curvo sobresalían únicamente las puntas exteriores, como pequeñas orejas puntiagudas. Con las orejas y la gruesa trenza, la parte de atrás de la cabeza de las mujeres parecía un gato sentado, derecho como una vela.


Las serpientes imaginadas

Estas características vagabundas que transformaban un objeto en otro eran imprevisibles. En un instante distorsionaban la percepción, hacían de ella lo que que­rían. Todas las ramas delgadas que flotaban en el agua parecían serpientes acuáticas. Debido a mi miedo constante a las serpientes, tenía miedo al agua. Si no he aprendido nunca a nadar no es por miedo a ahogarme, sino por miedo al palo-serpiente, a esas ramas secas flotantes. Las serpientes imaginadas me causaban mayor impresión de lo que hubieran podido hacer las reales, estaban siempre en mis pensamientos cuando veía el río.

Y siempre que los entierros se acercaban al cementerio se hacía sonar la campanilla. Un largo cordel con la pequeña campana que emitía breves sonidos perentorios: para mí era la serpiente del cementerio, que con su lengua azucarada atraía a la gente a la muerte y a los muertos a la tumba para acariciarlos. Y las caricias les sentaban bien a los muertos; eso se notaba en el soplo de viento que recorría el cementerio. Lo que les sentaba bien a los muertos me repugnaba. Y cuanto más me repugnaba tanto más obsesivamente pensaba en ello. Pues siempre había una corriente, un viento frío o caliente y seco que me molestaba. Pero en lugar de apresurarme, sólo se me aceleraba la respiración, y transportaba el agua lentamente, regaba las flores lentamente, para permanecer más tiempo. Tal vez era una adicción, esos objetos imaginados en la cabeza con sus características vagabundas. Yo los buscaba sin cesar, por eso me buscaban ellos a mí.

Un día antes de emigrar, cuando mi mejor amiga se despidió de mí, nos abrazamos pensando que no nos volveríamos a ver, porque ni yo podía regresar al país ni ella abandonarlo...; mi amiga se despedía, pues, de mí, pero no podíamos separarnos. Atravesó tres veces el umbral de la puerta y las tres veces regresó. Sólo después del tercer intento se alejó de mí, manteniendo la misma cadencia al andar a lo largo de toda la calle. La calle discurría recta, de modo que yo veía cómo su chaqueta clara se volvía cada vez más pequeña y, en la distancia, curiosamente cada vez más brillante. No sé si brillaba el sol invernal –era febrero–, si brillaban mis propios ojos por el llanto o si brillaba la tela de la chaqueta, pero de una cosa estoy segura: yo miraba a mi amiga, y su espalda refulgía al alejarse como una cuchara de plata. Así pude expresar intuitivamente toda la separación en una palabra. La llamé Silberlöffel (cuchara de plata). Y esta palabra fue la que describió sin esfuerzo todo lo ocurrido de la forma más exacta. 

Desconfío de la lengua. Sé por propia experiencia que, para ser exacta, tiene siempre que tomar algo que no le pertenece. No sé por qué las imágenes lingüísticas son tan ladronas, por qué la comparación más válida se apropia de características que no le corresponden. Sólo con la invención surge la sorpresa, y una y otra vez se demuestra que el acercamiento a la realidad sólo empieza con la sorpresa inventada en la frase. Sólo cuando una percepción roba a la otra, cuando un objeto arrebata y usa el material de otro, sólo cuando aquello que se excluye mutuamente en lo real se ha vuelto plausible en la frase, la frase se puede imponer a la realidad, como realidad propia hecha palabra, válida en la palabra.


La caja de emigración

Mi madre pensaba que el destino siempre alcanzaba a nuestra familia en invierno. Cuando emigró conmigo de Rumanía era invierno, era febrero. Hace veinte años.

Unos días antes de salir del país, uno podía enviar setenta kilos de equipaje desde el puesto de aduana cerca de la frontera, en una caja de madera de medidas preestablecidas. El carpintero del pueblo la hizo, era de madera de acacia clara.

Yo había olvidado totalmente esa caja. Desde 1987, desde que estoy en Berlín, no había vuelto nunca a pensar en ella. Pero llegó un tiempo en que me vi obligada a pensar en ella días enteros, pues desempeñaba un papel importante en todo el mundo. Nuestra caja de emigración hizo historia, era el centro de un acontecimiento que conmovió al mundo, se había vuelto famosa, días y días se la podía ver en la televisión. Pues como ocurre cuando los objetos se vuelven autónomos, cuando sin justificación alguna adquieren la forma de otros objetos, de objetos tanto más distintos cuanto más nuestra cabeza sabe que no tienen nada que ver con esos otros objetos, yo veía nuestra caja de emigración permanentemente en la televisión, porque había muerto el Papa. Su ataúd era parecido a nuestra caja. Entonces me vino de nuevo a la mente toda nuestra emigración.

A las cuatro de la mañana partimos en un camión mi madre y yo con la caja de emigración. El puesto de aduana estaba a cinco o seis horas de camino. Nosotras íbamos sentadas en el remolque, en el suelo, al socaire de la caja. La noche era gélida y cristalina, la luna se columpiaba vertical, los ojos estaban abultados y rígidos por el frío, como manzanas heladas en la frente. Era doloroso parpadear, como si tuviéramos polvo de escarcha en los ojos. Primero la luna se columpiaba delgada y un poco curva, más tarde, cuando el frío se hizo aún mayor, comenzó a pinchar, estaba afilada en punta. La noche no era negra sino transparente, porque la nieve venía a ser un reflejo de la luz del día. Hacía demasiado frío para hablar en ese viaje. Uno no tiene ganas de abrir continuamente la boca si se le congela el paladar. Yo no decía ni pío. Pero después hubo que hablar, porque mi madre, quizás sólo para ella, sin darse cuenta, dijo en voz alta: Es siempre la misma nieve.

Con ello se refería a su deportación a la Unión Soviética para realizar trabajos forzados, en enero de 1945. Incluso jóvenes de dieciséis años estaban en las listas de los rusos. Muchos se escondieron. Mi madre llevaba cuatro días en un agujero en la tierra, en el huerto de los vecinos, detrás del granero. Entonces llegó la nieve. Ya no le podían llevar la comida a escondidas, cada paso entre la casa, el granero y el escondite bajo tierra se hizo visible. En todo el pueblo se podían ver los caminos que llevaban a cada uno de los escondites. Se podían leer las huellas en los huertos. La nieve denunciaba. No sólo mi madre, muchos otros tuvieron que salir voluntariamente de su escondite, voluntariamente forzados por la nieve. Y eso significaba cinco años en un campo de trabajo. Eso mi madre nunca se lo perdonó a la nieve.

Hasta el día de hoy mi madre cree que la espesa nieve es la principal culpable de su deportación. Cree que la nieve cayó en el pueblo como si supiese dónde estaba, como si se sintiera allí en su casa. Pero que se comportó de manera extraña y se puso inmediatamente al servicio de los rusos. La nieve es una traición blanca. Eso es exactamente lo que quería decir mi madre con su frase: Es siempre la misma nieve.


“Schneeverrat” (la traición de la nieve)

Mi madre no decía nunca la palabra traición, no lo necesitaba. La palabra traición estaba allí porque ella no la decía. Y la palabra traición se hizo con los años incluso más grande cuantas más veces ella contaba su historia sin la palabra traición, con frases repetidas hechas siempre de las mismas expresiones acuñadas que no necesitaban la palabra traición. Mucho después, cuando yo ya conocía las historias de la deportación desde hacía años, caí en la cuenta de que la palabra traición, a fuerza de ser evitada, se había vuelto, en lo narrado, monstruosa, tan fundamental que, si se quisiera, podría haberse resumido toda la historia en las palabras “traición de la nieve”. Lo vivido era tan fuerte que en todos los años siguientes sólo las palabras corrientes servían para la narración, nada de palabras abstractas, nada de palabras enfáticas.

Schneeverrat es mi palabra y es exactamente de la misma clase que Silberlöffel. Una palabra directa para historias largas y complicadas, que contiene tantas ­cosas no dichas porque evita todos los detalles. Como tales palabras reducen a un punto el transcurso de lo ocurrido, las representaciones sobre las infinitas posibilidades se desarrollan en la cabeza. Una palabra como Schneeverrat admite muchas comparaciones, porque no se ha hecho ninguna. Una palabra así salta de la frase como si fuera de otro material. Este material es para mí: el truco de la lengua. El truco de la lengua, del que tengo siempre tanto miedo y que me crea adicción. Miedo porque, al intentar el truco, siento que, si tengo éxito, algo a través de él se vuelve real más allá de la palabra. Porque forcejeo tanto con el éxito, como si quisiera evitarlo. Y porque además sé que el spagat entre el éxito y el fracaso se balancea como una comba, pero son las sienes las que saltan y no los pies. Inventada por el truco, esto es, totalmente artificial, una palabra como Schneeverrat oscila. Su material se transforma y ya no se distingue de una sensación natural corporalmente intensa.

En enero de 1945 mi madre viajaba al campo de trabajo en el vagón de ganado precintado y ahora conmigo en un camión a la aduana. Entonces estaba vigilada por milicias con fusiles, ahora la luna era la única que miraba. Entonces era una prisionera y ahora alguien que emigraba. Entonces tenía veinte años y ahora más de sesenta.

Con sesenta años y setenta kilos de equipaje, con una caja de emigración, era duro viajar con la luna en febrero en un camión a través de la nieve, pero nada comparable a 1945. Yo quería abandonar el país, después de años soportando que me hicieran la vida imposible. Aunque tuviera los nervios desechos, aunque fuese necesario para escapar del régimen de Ceausescu y de su policía secreta, aunque fuese necesario para no perder la razón, era Pese a Todo algo voluntario y no obligado. Yo quería irme, y ella quería porque yo quería. Tuve que decirle eso en ese camión, aunque se me helara el paladar al hablar. “Deja de hacer comparaciones, la nieve no tiene la culpa”, tuve que decirle a mi madre, “la nieve no nos ha forzado a salir de ningún escondite”.

Entonces yo no estaba muy lejos de perder la razón. Estaba destrozada, los nervios me jugaban malas pasadas, el miedo que tenía goteaba de mi piel a todos los objetos que manejaba. Y ellos me manejaban inmediatamente a mí. Cuando uno mira un poco más allá de sus narices, cuando oscila en su cabeza unos milímetros entre lo abstruso y lo normal y, al hacerlo, se observa a sí mismo, ha llegado al límite extremo de la normalidad.

En ese estado llegué a Núremberg, al centro de acogida Langwasser. Era un bloque alto en forma de torre frente a la explanada del Congreso del Partido de Hitler. En el bloque: los compartimentos para dormir, los pasillos sin ventanas, sólo con luz de neón, los innumerables despachos. Y el primer día un interrogatorio con el Bundesnachrichtendienst (Servicio Federal de Inteligencia de Alemania Occidental). Y también al día siguiente, y varias veces separadas por pausas, y al tercer día, y al cuarto. Tenía clara una cosa: la Securitate no vive conmigo en Núremberg, aquí sólo está el Bundesnachrichtendienst. Yo estaba ahora donde estaba, pero ¿dónde, maldita sea, adónde había llegado? Los interrogadores se llamaban inspectores. En la puerta ponía oficina de inspección A y oficina de inspección B. El inspector A comprobó si yo “no tenía una misión”. La palabra confidente no se dijo, pero se hicieron comprobaciones: “¿Tenía usted algo que ver con el servicio secreto de su país?”. “Él conmigo, que es diferente”, dije. Era indignante. El inspector B comprobó entonces: “¿Quería usted derrocar al gobierno? Ahora lo puede confesar, ahora ya es ‘nieve de ayer’”. [La expresión alemana “Schnee von gestern” (nieve de ayer) es equivalente a la española “agua pasada”, y como ésta se utiliza para decir que algo ya no tiene vigencia en el momento actual. N. d. T.]

Entonces ocurrió. No pude soportar que un inspector despachara mi vida con un modismo. Salté de la silla y dije en voz muy alta: Es siempre la misma nieve.

El modismo con la “nieve de ayer” tampoco me gustaba antes, porque no quiere saber lo que pasaba ayer. En ese momento percibí claramente qué es lo que no soporto en esa expresión con la nieve de ayer: no soporto la bajeza con la que aquí se abre paso una metáfora, cómo da muestras de desprecio. Qué insegura tiene que ser esa expresión si avasalla de esa manera, si se presenta tan arrogante. De la expresión se deduce que esa nieve fue importante ayer, si no, no se hablaría de ella, no habría que deshacerse de ella hoy. Lo que se me pasó por la cabeza no se lo dije al inspector. En rumano hay dos palabras para nieve. Una de ellas, la palabra poética para nieve, es NEA. Y NEA denomina asimismo en rumano a un señor al que conocemos demasiado bien para tratarlo de usted y demasiado poco para tutearlo. En alemán se diría tal vez TÍO. A veces las palabras se utilizan ellas mismas como quieren. Tuve que defenderme del inspector y de la sugestión del rumano, que me decía: Es siempre la misma nieve y siempre el mismo tío.


Jugar y comer

Cada invierno venía a nuestra casa la costurera de ropa blanca. Se quedaba dos semanas y dormía en la casa. Se llamaba así porque sólo cosía cosas blancas: camisas y camisetas y calzoncillos y camisones y sujetadores y ligueros y ropa de cama. Yo pasaba mucho tiempo cerca de la máquina de coser, miraba cómo corrían las puntadas y aparecía una costura. La última noche que se quedaba con nosotros le dije después de la cena: Cóseme algo para jugar.

Ella dijo: ¿Qué quieres que te cosa?

Yo dije: Un trozo de pan.

Ella dijo: Entonces tienes que comer después todo a lo que has jugado.

Comer todo a lo que uno ha jugado. Así se podría definir también la escritura. Quién sabe: lo que escribo lo tengo que comer, lo que no escribo: me devora a mí. No desaparece porque lo coma. Y no desaparezco porque me devore. Así es cuando los objetos se vuelven autónomos y las imágenes lingüísticas se apropian como ladronas de lo que no les pertenece. Justamente al escribir, cuando las palabras se vuelven otra cosa para ser exactas, verifico meneando la cabeza: Es siempre la misma nieve y siempre el mismo tío.


La autora fue invitada porla cátedra de poética de la Universidad de Zúrich en 2007. El texto es una versión ligeramente abreviada de la primera, de un total de tres, clases magistrales.
Herta Müller (1953, Rumanía)
vive desde 1987 en Berlín. Su familia pertenecía a la minoría alemana de Rumanía. Después de concluir sus estudios de Filología Alemana y Rumana en Temeswar, trabajó como traductora y profesora. En 2005 apareció su libro Die blassen Herren mit den Mokkatassen en la Editorial Hanser. En 2009 obtuvo el Nobel de Literatura.

Traducción del alemán: Luis Muñiz
Copyright: 2007 Herta Müller
Publicado por cortesía de la Ed. Carl Hanser, Múnich

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