Cómo aprendí en el cine a amar el fin del mundo.He visto cómo se acababa el mundo, cuarenta, cincuenta veces por lo menos. Siempre fue emocionante, la mayoría de las veces estruendoso, algunas de ellas hermoso, multicolor e impresionante. Después, me fumé un cigarrillo.
Otra genial nota de la revista Humboldt, de esas que hacen pensar.
Un beso :)
He visto cómo se derrumbaba Nueva York y cómo a Los Ángeles se la tragaba la tierra. He visto desplomarse la Torre Eiffel, y una Roma de la que sólo quedaban cenizas. He visto cómo el mundo se volvía un desierto, cómo se extinguía América, cómo se congelaba Europa, cómo crecían las aguas y faltaba el aire. He visto meteoros que dividían el mar, extraterrestres que bebían la sangre de pueblos enteros, zombis a quienes el infierno acompañaba a la tierra, y de los virus que pudrían la vida sólo he visto sus secuelas. Vi máquinas humanas enseñoreándose sobre continentes muertos, y hombres máquina que cazaban los últimos seres vivientes. He estado en el cine. Y la mayoría de las veces salí de él de buen humor.
El ocaso del mundo en el cine no es completamente aquello que en la sedicente vida verdadera es el crepúsculo del sol, pero así como hay que saber la hora o conocer los puntos cardinales para deducir si el cielo enrojecido es la última luz de un día que se acaba o la primera de un día que nace, de igual manera apuntan en las dos direcciones los crepúsculos mundiales de ficción escenificados e imaginados: puesto que el mundo todavía existe cuando compramos el boleto para el cine, se supone que la película sucede en el futuro. Pero al mismo tiempo, ese género arrastra consigo una carga considerablemente pesada de memoria incomprendida, insuperada. Cuando en Mad Max o en Escape de Nueva York (Rescate en Nueva York) se nos aparece la civilización desecada y atrofiada, cuando hordas de guerreros cruzan de nuevo desiertos de escombros, allí donde antes había ciudades, calles e iluminación eléctrica, esto sigue siendo, al cabo de más de 1.500 años, la reacción ante el shock de que dos o tres generaciones después de la caída del Imperio Romano se hubiera olvidado la antigua sabiduría y la vieja técnica hubiera dejado de existir.
Y si innumerables películas no hacen sino mostrarnos cómo de las grandes ciudades sólo quedan basura y cenizas, y los esqueletos retorcidos de rascacielos desguazados, eso tiene que ver también con el espanto que seguía pirograbado en la memoria colectiva mucho tiempo después de que desaparecieran las ruinas de la Segunda Guerra Mundial y se reconstruyeran las ciudades. El género de películas “del día del Juicio Final” surgió en aquel tiempo cuando se convirtió en una posibilidad real la destrucción total de la vida humana. Nos acompañará hasta que el mundo verdaderamente desaparezca (o por lo menos el cine).
Mike Davis, el urbanista y arqueólogo de la cultura popular, estudió hace un par de años todas las novelas donde se describía la decadencia ficcional de Los Ángeles: su dictamen fue deprimente. Eran muchas veces visiones racistas, las más de ellas reaccionarias, y casi siempre puritanas, de purgatorio y de pureza, animadas por el deseo de que ese desbarajuste urbano, la pecaminosa proximidad de tantos seres humanos distintos en la gran ciudad, fuese tragado por la tierra o arrasado por el fuego, para que una nueva raza más virtuosa pudiera comenzar de nuevo. Todo ello puede suceder también allí donde se trata de imágenes en movimiento, y sin embargo no revela toda la verdad, sencillamente porque presupondría que ambos, tanto los creadores de las visiones de postrimerías como el propio público, fueran apocalípticos; es decir, que ambos, de una parte, añorasen el fin del mundo, y que, de otra, lo esperasen para dentro de poco.
Ninguna de ambas cosas sucede con el cine del fin del mundo, porque el suspenso de todas esas películas se deriva de una contradicción aparentemente insoluble: el mundo es bello. Pero verlo desaparecer es un sentimiento grandioso. Sí, es un placer ser agarrado en Impacto profundo (Deep Impact) por la ola gigantesca, de casi 500 metros de altura, que devora la isla de Manhattan e inunda todo el paisaje hasta muy lejos en el Oeste. No es tan sólo un espanto, es también un regocijo salvaje cuando, en Independence Day, las naves espaciales extraterrestres oscurecen el cielo, las torres se tronchan, los puentes se desploman y la tierra se abre. Cuando Karlheinz Stockhausen habló del 11 de septiembre como “la mayor obra de arte posible”, olvidaba lamentablemente que además de su estupendo asiento de espectador, en casa, delante de la pantalla de TV, había otros lugares, a quizás una o dos cuadras de Ground Zero, en medio del polvo y el caos, donde hubiéramos deseado que estuviera Stockhausen, para que reconociera la diferencia entre el arte y la vida.
El cine de acción estadounidense tiene siempre entre otras la tarea de aniquilar los excedentes de producción en materia de autos, muebles, vidrio y porcelana, y en ese sentido, tales filmes son interesantes contribuciones a una discusión sobre los valores: se trata únicamente de chatarra, en especial cuando es todo el mundo el que se aniquila; y, con la mirada impersonal de la cámara sobre construcciones que se derrumban, almacenes arrastrados por la corriente y bancos de datos inutilizados, el espectador tiene la vivencia de liberarse de la compulsión autoimpuesta de componer el propio autorretrato a base de etiquetas de precios. En realidad siempre es un día del juicio en el cine acuñado en Estados Unidos, cuyo núcleo moral tanto se parece al proceso anglosajón con el sistema de jurado: no hay intercambio de argumentos, sino que más bien se cuentan historias, y al final es el público quien juzga sobre la culpabilidad o inocencia del héroe. En ese sentido, el Juicio Final es tan sólo la forma más extrema, los filmes apocalípticos también cabe considerarlos como procesos con jurado sobre la culpabilidad o la inocencia del género humano. Y si al final de La guerra de los mundos no podemos evadir la sospecha de que Steven Spielberg ha escenificado todo ese encanto extraterrestre nada más para que Tom Cruise demuestre ser un buen padre y un adulto responsable; si en Impacto profundo tienen que colisionar el cielo y la Tierra para que una hija se reconcilie con su padre, entonces el género se encuentra en su elemento. “Y Dios enjugará todas las lágrimas, y la muerte no existirá más”.
Pero que el mundo debe acabar es algo que pertenece a la lógica del cine, que sólo muy difícilmente puede imaginarse otro futuro. La utopía del cine es siempre aquel presente en el que los conflictos se agudizan, los sentimientos se exacerban y los colores brillan más claros. Así también, en la ficción el presente devora el futuro, y cuando se mira veinte, treinta años en retrospectiva, entonces puede verse que la más avanzada ciencia ficción cinematográfica no tenía la más mínima idea, y desde luego ninguna intuición, de lo que era aquel futuro que es nuestro presente.
La Internet, que tanto ha cambiado nuestra vida, todavía no ha dado lugar a una imagen fílmica expresiva; el teléfono celular tan sólo ha desterrado a la cabina telefónica como escenario. Que las películas que se atreven más allá del presente siempre caen en el pasado lo demuestra incluso esa serie que podía imaginarse naves espaciales más rápidas que la luz, espadas láser y soldados clónicos. “Once upon a time, in a galaxy far, far away”, así define el introito de La guerra de las galaxias el tiempo en que se desarrolla la acción.
El retroceso a la barbarie, la agonía, el mundo como campo de batalla, chatarra de la Historia, cementerio del progreso, polucionado, congelado, inundado: todo ello puede imaginarse el cine, porque todo lo ha visto ya alguna vez, e incluso allá donde podemos mirar al fondo de los ojos a lo nunca visto, como por ejemplo en La guerra de los mundos, de Spielberg, los extraterrestres tienen unas orejas tan grandes y unas jorobas tan feas, como si hasta poco antes de comenzar el rodaje hubiesen estado sirviendo como gárgolas en las cornisas de las catedrales góticas.
Y de esta manera la tendencia a lo distópico se desprende de los propios condicionamientos del cine, y el amor al fin del mundo es provocado por una falta aguda de visiones de futuro. “The Revolution will not be televised”, ése era, hace casi cuarenta años, el malintencionado título de una canción de Gil Scott-Heron. En el caso de que un día llegue el fin del mundo, entonces diremos: “Es como en el cine”, porque la historia del cine siempre se ha ocupado de él. “Miré, y he aquí un caballo pálido, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Infierno le seguía”. Después de la exhortación de Dante a perder toda esperanza, estas palabras del Apocalipsis de san Juan son el segundo lema más citado de la historia del cine, desde el sombrío western El jinete pálido de Clint Eastwood hasta la nueva versión del film de los zombis, El amanecer de los muertos, de Zack Snyder. ¿Pero hace eso que nosotros, que tan a gusto vemos el fin del mundo en el cine, seamos unos apocalípticos? En su feroz ensayo Ira y tiempo, Peter Sloterdijk ha intentado mostrar que el apocalíptico se ve a sí mismo como espectador del Juicio Final hasta que lo llaman y le indican cuál es su vivienda en la Nueva Jerusalén. Y en base a ello, como espectadores del fin del mundo, los espectadores de las películas debemos contarnos entre los apocalípticos.
Pero el apocalíptico en ese sentido es también un enemigo de la realidad, un contrincante irreconciliable de las condiciones sedicentemente existentes, pero que siente como insensato un cambio del mundo porque el fin de todos modos está cerca. Y en base a ello, nosotros, espectadores cinematográficos, para quienes el fin del mundo es un espanto y un placer al mismo tiempo, somos cualquier cosa menos apocalípticos: bello es el mundo, si sigue existiendo después de haber visto la película.
Y en cuanto a los 200 millones de dólares de los costes de producción necesarios hoy para poner en escena un apocalipsis cinematográfico decente, hay que entenderlos como ofrenda a quien quiera que sea en quien crea el cine, para que el mundo siga existiendo todavía un rato
El Juicio Final no es ningún show en el programa de la tarde.
Artículo publicado en el Frankfurter Allgemeine Sonntagszeitung del 28 de diciembre de 2008.
El ocaso del mundo en el cine no es completamente aquello que en la sedicente vida verdadera es el crepúsculo del sol, pero así como hay que saber la hora o conocer los puntos cardinales para deducir si el cielo enrojecido es la última luz de un día que se acaba o la primera de un día que nace, de igual manera apuntan en las dos direcciones los crepúsculos mundiales de ficción escenificados e imaginados: puesto que el mundo todavía existe cuando compramos el boleto para el cine, se supone que la película sucede en el futuro. Pero al mismo tiempo, ese género arrastra consigo una carga considerablemente pesada de memoria incomprendida, insuperada. Cuando en Mad Max o en Escape de Nueva York (Rescate en Nueva York) se nos aparece la civilización desecada y atrofiada, cuando hordas de guerreros cruzan de nuevo desiertos de escombros, allí donde antes había ciudades, calles e iluminación eléctrica, esto sigue siendo, al cabo de más de 1.500 años, la reacción ante el shock de que dos o tres generaciones después de la caída del Imperio Romano se hubiera olvidado la antigua sabiduría y la vieja técnica hubiera dejado de existir.
Y si innumerables películas no hacen sino mostrarnos cómo de las grandes ciudades sólo quedan basura y cenizas, y los esqueletos retorcidos de rascacielos desguazados, eso tiene que ver también con el espanto que seguía pirograbado en la memoria colectiva mucho tiempo después de que desaparecieran las ruinas de la Segunda Guerra Mundial y se reconstruyeran las ciudades. El género de películas “del día del Juicio Final” surgió en aquel tiempo cuando se convirtió en una posibilidad real la destrucción total de la vida humana. Nos acompañará hasta que el mundo verdaderamente desaparezca (o por lo menos el cine).
Mike Davis, el urbanista y arqueólogo de la cultura popular, estudió hace un par de años todas las novelas donde se describía la decadencia ficcional de Los Ángeles: su dictamen fue deprimente. Eran muchas veces visiones racistas, las más de ellas reaccionarias, y casi siempre puritanas, de purgatorio y de pureza, animadas por el deseo de que ese desbarajuste urbano, la pecaminosa proximidad de tantos seres humanos distintos en la gran ciudad, fuese tragado por la tierra o arrasado por el fuego, para que una nueva raza más virtuosa pudiera comenzar de nuevo. Todo ello puede suceder también allí donde se trata de imágenes en movimiento, y sin embargo no revela toda la verdad, sencillamente porque presupondría que ambos, tanto los creadores de las visiones de postrimerías como el propio público, fueran apocalípticos; es decir, que ambos, de una parte, añorasen el fin del mundo, y que, de otra, lo esperasen para dentro de poco.
Ninguna de ambas cosas sucede con el cine del fin del mundo, porque el suspenso de todas esas películas se deriva de una contradicción aparentemente insoluble: el mundo es bello. Pero verlo desaparecer es un sentimiento grandioso. Sí, es un placer ser agarrado en Impacto profundo (Deep Impact) por la ola gigantesca, de casi 500 metros de altura, que devora la isla de Manhattan e inunda todo el paisaje hasta muy lejos en el Oeste. No es tan sólo un espanto, es también un regocijo salvaje cuando, en Independence Day, las naves espaciales extraterrestres oscurecen el cielo, las torres se tronchan, los puentes se desploman y la tierra se abre. Cuando Karlheinz Stockhausen habló del 11 de septiembre como “la mayor obra de arte posible”, olvidaba lamentablemente que además de su estupendo asiento de espectador, en casa, delante de la pantalla de TV, había otros lugares, a quizás una o dos cuadras de Ground Zero, en medio del polvo y el caos, donde hubiéramos deseado que estuviera Stockhausen, para que reconociera la diferencia entre el arte y la vida.
El cine de acción estadounidense tiene siempre entre otras la tarea de aniquilar los excedentes de producción en materia de autos, muebles, vidrio y porcelana, y en ese sentido, tales filmes son interesantes contribuciones a una discusión sobre los valores: se trata únicamente de chatarra, en especial cuando es todo el mundo el que se aniquila; y, con la mirada impersonal de la cámara sobre construcciones que se derrumban, almacenes arrastrados por la corriente y bancos de datos inutilizados, el espectador tiene la vivencia de liberarse de la compulsión autoimpuesta de componer el propio autorretrato a base de etiquetas de precios. En realidad siempre es un día del juicio en el cine acuñado en Estados Unidos, cuyo núcleo moral tanto se parece al proceso anglosajón con el sistema de jurado: no hay intercambio de argumentos, sino que más bien se cuentan historias, y al final es el público quien juzga sobre la culpabilidad o inocencia del héroe. En ese sentido, el Juicio Final es tan sólo la forma más extrema, los filmes apocalípticos también cabe considerarlos como procesos con jurado sobre la culpabilidad o la inocencia del género humano. Y si al final de La guerra de los mundos no podemos evadir la sospecha de que Steven Spielberg ha escenificado todo ese encanto extraterrestre nada más para que Tom Cruise demuestre ser un buen padre y un adulto responsable; si en Impacto profundo tienen que colisionar el cielo y la Tierra para que una hija se reconcilie con su padre, entonces el género se encuentra en su elemento. “Y Dios enjugará todas las lágrimas, y la muerte no existirá más”.
Pero que el mundo debe acabar es algo que pertenece a la lógica del cine, que sólo muy difícilmente puede imaginarse otro futuro. La utopía del cine es siempre aquel presente en el que los conflictos se agudizan, los sentimientos se exacerban y los colores brillan más claros. Así también, en la ficción el presente devora el futuro, y cuando se mira veinte, treinta años en retrospectiva, entonces puede verse que la más avanzada ciencia ficción cinematográfica no tenía la más mínima idea, y desde luego ninguna intuición, de lo que era aquel futuro que es nuestro presente.
La Internet, que tanto ha cambiado nuestra vida, todavía no ha dado lugar a una imagen fílmica expresiva; el teléfono celular tan sólo ha desterrado a la cabina telefónica como escenario. Que las películas que se atreven más allá del presente siempre caen en el pasado lo demuestra incluso esa serie que podía imaginarse naves espaciales más rápidas que la luz, espadas láser y soldados clónicos. “Once upon a time, in a galaxy far, far away”, así define el introito de La guerra de las galaxias el tiempo en que se desarrolla la acción.
El retroceso a la barbarie, la agonía, el mundo como campo de batalla, chatarra de la Historia, cementerio del progreso, polucionado, congelado, inundado: todo ello puede imaginarse el cine, porque todo lo ha visto ya alguna vez, e incluso allá donde podemos mirar al fondo de los ojos a lo nunca visto, como por ejemplo en La guerra de los mundos, de Spielberg, los extraterrestres tienen unas orejas tan grandes y unas jorobas tan feas, como si hasta poco antes de comenzar el rodaje hubiesen estado sirviendo como gárgolas en las cornisas de las catedrales góticas.
Y de esta manera la tendencia a lo distópico se desprende de los propios condicionamientos del cine, y el amor al fin del mundo es provocado por una falta aguda de visiones de futuro. “The Revolution will not be televised”, ése era, hace casi cuarenta años, el malintencionado título de una canción de Gil Scott-Heron. En el caso de que un día llegue el fin del mundo, entonces diremos: “Es como en el cine”, porque la historia del cine siempre se ha ocupado de él. “Miré, y he aquí un caballo pálido, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Infierno le seguía”. Después de la exhortación de Dante a perder toda esperanza, estas palabras del Apocalipsis de san Juan son el segundo lema más citado de la historia del cine, desde el sombrío western El jinete pálido de Clint Eastwood hasta la nueva versión del film de los zombis, El amanecer de los muertos, de Zack Snyder. ¿Pero hace eso que nosotros, que tan a gusto vemos el fin del mundo en el cine, seamos unos apocalípticos? En su feroz ensayo Ira y tiempo, Peter Sloterdijk ha intentado mostrar que el apocalíptico se ve a sí mismo como espectador del Juicio Final hasta que lo llaman y le indican cuál es su vivienda en la Nueva Jerusalén. Y en base a ello, como espectadores del fin del mundo, los espectadores de las películas debemos contarnos entre los apocalípticos.
Pero el apocalíptico en ese sentido es también un enemigo de la realidad, un contrincante irreconciliable de las condiciones sedicentemente existentes, pero que siente como insensato un cambio del mundo porque el fin de todos modos está cerca. Y en base a ello, nosotros, espectadores cinematográficos, para quienes el fin del mundo es un espanto y un placer al mismo tiempo, somos cualquier cosa menos apocalípticos: bello es el mundo, si sigue existiendo después de haber visto la película.
Y en cuanto a los 200 millones de dólares de los costes de producción necesarios hoy para poner en escena un apocalipsis cinematográfico decente, hay que entenderlos como ofrenda a quien quiera que sea en quien crea el cine, para que el mundo siga existiendo todavía un rato
El Juicio Final no es ningún show en el programa de la tarde.
Artículo publicado en el Frankfurter Allgemeine Sonntagszeitung del 28 de diciembre de 2008.
Claudius Seidl (1959, Würzburgo)
estudió Ciencias del Teatro y Políticas en la Universidad de Múnich, así como Historia Cinematográfica, en el Museo de Cine de Múnich, con Enno Patalas. Desde 2001 dirige la sección cultural del periódico Frankfurter Allgemeine Sonntagszeitung. Ha publicado libros sobre el cine alemán de la década de 1950, sobre Billy Wilder, Uschi Obermaier, el “Berlín bárbaro” y sobre la cuestión de por qué ya no envejecemos (o lo hacemos de otro modo).
Traducción: Ricardo Bada
Copyright: Frankfurter Allgemeine Zeitung GmbH 2009
estudió Ciencias del Teatro y Políticas en la Universidad de Múnich, así como Historia Cinematográfica, en el Museo de Cine de Múnich, con Enno Patalas. Desde 2001 dirige la sección cultural del periódico Frankfurter Allgemeine Sonntagszeitung. Ha publicado libros sobre el cine alemán de la década de 1950, sobre Billy Wilder, Uschi Obermaier, el “Berlín bárbaro” y sobre la cuestión de por qué ya no envejecemos (o lo hacemos de otro modo).
Traducción: Ricardo Bada
Copyright: Frankfurter Allgemeine Zeitung GmbH 2009