sábado, 31 de julio de 2010

¡Apocalipsis ahora! “… y el Infierno le seguía”

Cómo aprendí en el cine a amar el fin del mundo.He visto cómo se acababa el mundo, cuarenta, cincuenta veces por lo menos. Siempre fue emocionante, la mayoría de las veces estruendoso, algunas de ellas hermoso, multicolor e impresionante. Después, me fumé un cigarrillo.

Otra genial nota de la revista Humboldt, de esas que hacen pensar.
Un beso :)


“El día después de mañana”, (El día de mañana, en España), 2004, Dirección: Roland Emmerich © picture alliance / kpa
He visto cómo se derrumbaba Nueva York y cómo a Los Ángeles se la tragaba la tierra. He visto desplomarse la Torre Eiffel, y una Roma de la que sólo quedaban cenizas. He visto cómo el mundo se volvía un desierto, cómo se extinguía América, cómo se congelaba Europa, cómo crecían las aguas y faltaba el aire. He visto meteoros que dividían el mar, extraterrestres que bebían la sangre de pueblos enteros, zombis a quienes el infierno acompañaba a la tierra, y de los virus que pudrían la vida sólo he visto sus secuelas. Vi máquinas humanas en­se­ño­reán­do­se sobre continentes muertos, y hombres máquina que cazaban los últimos seres vivientes. He estado en el cine. Y la mayoría de las veces salí de él de buen humor.

El ocaso del mundo en el cine no es completamente aquello que en la sedicente vida verdadera es el crepúsculo del sol, pero así como hay que saber la hora o conocer los puntos cardinales para deducir si el cielo enrojecido es la última luz de un día que se acaba o la primera de un día que nace, de igual manera apuntan en las dos direcciones los crepúsculos mundiales de ficción escenificados e imaginados: puesto que el mundo todavía existe cuando compramos el boleto para el cine, se supone que la película sucede en el futuro. Pero al mismo tiempo, ese género arrastra consigo una carga considerablemente pesada de memoria incomprendida, insuperada. Cuando en Mad Max o en Escape de Nueva York (Rescate en Nueva York) se nos aparece la civilización desecada y atrofiada, cuando hordas de guerreros cruzan de nuevo desiertos de escombros, allí donde antes había ciudades, calles e iluminación eléctrica, esto sigue siendo, al cabo de más de 1.500 años, la reacción ante el shock de que dos o tres generaciones después de la caída del Imperio Romano se hubiera olvidado la antigua sabiduría y la vieja técnica hubiera dejado de existir.

Y si innumerables películas no hacen sino mostrarnos cómo de las grandes ciudades sólo quedan basura y cenizas, y los esqueletos retorcidos de rascacielos desguazados, eso tiene que ver también con el espanto que seguía pirograbado en la memoria colectiva mucho tiempo después de que desaparecieran las ruinas de la Segunda Guerra Mundial y se reconstruyeran las ciudades. El género de películas “del día del Juicio Final” surgió en aquel tiempo cuando se convirtió en una posibilidad real la destrucción total de la vida humana. Nos acompañará hasta que el mundo verdaderamente desaparezca (o por lo menos el cine).

Mike Davis, el urbanista y arqueólogo de la cultura popular, estudió hace un par de años todas las novelas donde se describía la decadencia ficcional de Los Ángeles: su dictamen fue deprimente. Eran muchas veces visiones racistas, las más de ellas reaccionarias, y casi siempre puritanas, de purgatorio y de pureza, animadas por el deseo de que ese desbarajuste urbano, la pecaminosa proximidad de tantos seres humanos distintos en la gran ciudad, fuese tragado por la tierra o arrasado por el fuego, para que una nueva raza más virtuosa pudiera comenzar de nuevo. Todo ello puede suceder también allí donde se trata de imágenes en movimiento, y sin embargo no revela toda la verdad, sencillamente porque presupondría que ambos, tanto los creadores de las visiones de postrimerías como el propio público, fueran apocalípticos; es decir, que ambos, de una parte, añorasen el fin del mundo, y que, de otra, lo esperasen para dentro de poco.

Ninguna de ambas cosas sucede con el cine del fin del mundo, porque el suspenso de todas esas películas se deriva de una contradicción aparentemente insoluble: el mundo es bello. Pero verlo desaparecer es un sentimiento grandioso. Sí, es un placer ser agarrado en Impacto profundo (Deep Impact) por la ola gigantesca, de casi 500 metros de altura, que devora la isla de Manhattan e inunda todo el paisaje hasta muy lejos en el Oeste. No es tan sólo un espanto, es también un regocijo salvaje cuando, en Independence Day, las naves espaciales extraterrestres oscurecen el cielo, las torres se tronchan, los puentes se desploman y la tierra se abre. Cuando Karlheinz Stockhausen habló del 11 de septiembre como “la mayor obra de arte posible”, olvidaba lamentablemente que además de su estupendo asiento de espectador, en casa, delante de la pantalla de TV, había otros lugares, a quizás una o dos cuadras de Ground Zero, en medio del polvo y el caos, donde hubiéramos deseado que estuviera Stockhausen, para que reconociera la diferencia entre el arte y la vida.

El cine de acción estadounidense tiene siempre entre otras la tarea de aniquilar los excedentes de producción en materia de autos, muebles, vidrio y porcelana, y en ese sentido, tales filmes son interesantes contribuciones a una discusión sobre los valores: se trata únicamente de chatarra, en especial cuando es todo el mundo el que se aniquila; y, con la mirada impersonal de la cámara sobre construcciones que se derrumban, almacenes arrastrados por la corriente y bancos de datos inutilizados, el espectador tiene la vivencia de liberarse de la compulsión autoimpuesta de componer el propio autorretrato a base de etiquetas de precios. En realidad siempre es un día del juicio en el cine acuñado en Estados Unidos, cuyo núcleo moral tanto se parece al proceso anglosajón con el sistema de jurado: no hay intercambio de argumentos, sino que más bien se cuentan historias, y al final es el público quien juzga sobre la culpabilidad o inocencia del héroe. En ese sentido, el Juicio Final es tan sólo la forma más extrema, los filmes apocalípticos también cabe considerarlos como procesos con jurado sobre la culpabilidad o la inocencia del género humano. Y si al final de La guerra de los mundos no podemos evadir la sospecha de que Steven Spielberg ha escenificado todo ese encanto extraterrestre nada más para que Tom Cruise demuestre ser un buen padre y un adulto responsable; si en Impacto profundo tienen que colisionar el cielo y la Tierra para que una hija se reconcilie con su padre, entonces el género se encuentra en su elemento. “Y Dios enjugará todas las lágrimas, y la muerte no existirá más”.

Pero que el mundo debe acabar es algo que pertenece a la lógica del cine, que sólo muy difícilmente puede imaginarse otro futuro. La utopía del cine es siempre aquel presente en el que los conflictos se agudizan, los sentimientos se exacerban y los colores brillan más claros. Así también, en la ficción el presente devora el futuro, y cuando se mira veinte, treinta años en retrospectiva, entonces puede verse que la más avanzada ciencia ficción cinematográfica no tenía la más mínima idea, y desde luego ninguna intuición, de lo que era aquel futuro que es nuestro presente.

La Internet, que tanto ha cambiado nuestra vida, todavía no ha dado lugar a una imagen fílmica expresiva; el teléfono celular tan sólo ha desterrado a la cabina telefónica como escenario. Que las películas que se atreven más allá del presente siempre caen en el pasado lo demuestra incluso esa serie que podía imaginarse naves espaciales más rápidas que la luz, espadas láser y soldados clónicos. “Once upon a time, in a galaxy far, far away”, así define el introito de La guerra de las galaxias el tiempo en que se desarrolla la acción.

El retroceso a la barbarie, la agonía, el mundo como campo de batalla, chatarra de la Historia, cementerio del progreso, polucionado, congelado, inundado: todo ello puede imaginarse el cine, porque todo lo ha visto ya alguna vez, e incluso allá donde podemos mirar al fondo de los ojos a lo nunca visto, como por ejemplo en La guerra de los mundos, de Spielberg, los extraterrestres tienen unas orejas tan grandes y unas jorobas tan feas, como si hasta poco antes de comenzar el rodaje hubiesen estado sirviendo como gárgolas en las cornisas de las catedrales góticas.

Y de esta manera la tendencia a lo distópico se desprende de los propios condicionamientos del cine, y el amor al fin del mundo es provocado por una falta aguda de visiones de futuro. “The Revolution will not be televised”, ése era, hace casi cuarenta años, el malintencionado título de una canción de Gil Scott-Heron. En el caso de que un día llegue el fin del mundo, entonces diremos: “Es como en el cine”, porque la historia del cine siempre se ha ocupado de él. “Miré, y he aquí un caballo pálido, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Infierno le seguía”. Después de la exhortación de Dante a perder toda esperanza, estas palabras del Apocalipsis de san Juan son el segundo lema más citado de la historia del cine, desde el sombrío western El jinete pálido de Clint Eastwood hasta la nueva versión del film de los zombis, El amanecer de los muertos, de Zack Snyder. ¿Pero hace eso que nosotros, que tan a gusto vemos el fin del mundo en el cine, seamos unos apocalípticos? En su feroz ensayo Ira y tiempo, Peter Sloterdijk ha intentado mostrar que el apocalíptico se ve a sí mismo como espectador del Juicio Final hasta que lo llaman y le indican cuál es su vivienda en la Nueva Jerusalén. Y en base a ello, como espectadores del fin del mundo, los espectadores de las películas debemos contarnos entre los apocalípticos.

Pero el apocalíptico en ese sentido es también un enemigo de la realidad, un contrincante irreconciliable de las condiciones sedicentemente existentes, pero que siente como insensato un cambio del mundo porque el fin de todos modos está cerca. Y en base a ello, nosotros, espectadores cinematográficos, para quienes el fin del mundo es un espanto y un placer al mismo tiempo, somos cualquier cosa menos apocalípticos: bello es el mundo, si sigue existiendo después de haber visto la película.

Y en cuanto a los 200 millones de dólares de los costes de producción necesarios hoy para poner en escena un apocalipsis cinematográfico decente, hay que entenderlos como ofrenda a quien quiera que sea en quien crea el cine, para que el mundo siga existiendo todavía un rato

El Juicio Final no es ningún show en el programa de la tarde.


Artículo publicado en el Frankfurter Allgemeine Sonntagszeitung del 28 de diciembre de 2008.
Claudius Seidl (1959, Würzburgo)
estudió Ciencias del Teatro y Políticas en la Universidad de Múnich, así como Historia Cinematográfica, en el Museo de Cine de Múnich, con Enno Patalas. Desde 2001 dirige la sección cultural del periódico Frankfurter Allgemeine Sonntagszeitung. Ha publicado libros sobre el cine alemán de la década de 1950, sobre Billy Wilder, Uschi Obermaier, el “Berlín bárbaro” y sobre la cuestión de por qué ya no envejecemos (o lo hacemos de otro modo).

Traducción: Ricardo Bada
Copyright: Frankfurter Allgemeine Zeitung GmbH 2009

domingo, 25 de julio de 2010

Pedro Páramo


El hijo de Pedro Páramo viaja a Comala para encontrarse con su padre, sólo para verse atrapado en un mundo sin vida. La historia de lo ocurrido sobrepasa cualquier previsión del lector. La novela de Rulfo ha sido considerada como una de las cumbres de la literatura en lengua castellana por Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Jorge Luis Borges. Autores de otros idiomas, como Günter Grass, Susan Sontag y Gao Xingjian se cuentan también entre sus grandes admiradores.

Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, más conocido como Juan Rulfo, nació en Apulco, municipio de San Gabriel, distrito de la ciudad de Sayula, estado de Jalisco, el 16 de mayo de 1917. Murió en la Ciudad de México, el 7 de enero de 1986, escritor, guionista y fotógrafo mexicano , perteneciente a la generación del 52. La reputación de Rulfo se asienta en dos pequeños libros: El llano en llamas, compuesto de diecisiete pequeños relatos y publicado en 1953, y la novela Pedro Páramo, publicada en 1955. Se trata de uno de los escritores de mayor prestigio del siglo XX, pese a ser poco prolífico. Ha sido considerado uno de los más destacados escritores en la lengua española de este periodo, junto a Jorge Luis Borges, por una encuesta realizada por la editorial Alfaguara.
Juan Rulfo fue uno de los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX, que pertenecieron al movimiento literario denominado "realismo mágico", y en sus obras se presenta una combinación de realidad y fantasía, cuya acción se desarrolla en escenarios americanos, y sus personajes representan y reflejan el tipismo del lugar, con sus grandes problemáticas socio-culturales entretejidas con el mundo fantástico.


 Leí este libro el jueves, antes de dormir, porque mi padre había insistido mucho en que lo hiciera. Es más, me lo regaló él, comprado en Pocho luego de una infructuosa búsqueda en la feria Tristán Narvaja. Aunque, cuando lo tuve en mis manos, no me llamó la atención.
¿Qué decir? 
No es el tipo de libro que suelo leer, pero de todas formas me atrapó muchísimo, con esa prosa tan poética a la vez, con esas comparaciones tan hermosas, y con esa historia extraña, triste y dura. 
Con esos personajes tan humanos, con esa idea sobre la muerte y el más allá, sobre el pasado, sobre la vida... 

Me gustó mucho. Papá tenía razón, aunque me costara descubrirlo.

jueves, 22 de julio de 2010

Rosie Hardy ❤





Mediante el retoque fotográfico, Rosie Hardy crea maravillas como estas:
Creo que la entrada habla por sí misma, sin necesidad de que yo diga nada...











Me encanta ❤

Fuente
Página web
Blog

miércoles, 21 de julio de 2010

oggggggsesión con Jacques Brel ♥

El otro día, estaba escuchándo música con mi padre, divagando en youtube, pasando de video en video... hasta que llegamos a Ne me quitte pas, de Jacques Brel, una canción que ya conocíamos.
Es hermosa. La letra, la música, todo. Pero lo que más me gusta es el sentimiento enorme de Brel al cantarla, esa emoción que le pone...
Y, comentario de mi padre "no cantás dos canciones con ese sentimiento".

La cosa es que... se equivocó.
Continuamos con los videos de Jacques Brel, y nos sorprendimos muchísimo.

La forma en que canta, en que representa las canciones, las actúa, los gestos que hace... y cómo te sumergís en la melodía... amé sobretodo Amsterdam. Una vez que le doy play al video, no puedo dejar de verlo hasta el final. Y me emociono lo mismo cada vez.
Hermoso.
Merecida ogggsesión.


(Letras traducidas aquí)






(ningun video de esta canción me deja ponerlo en blogger, por favor, vale la pena verlo en youtube!)




Y como bonustrack, una versión de David Bowie ♥ de Amsterdam.

viernes, 16 de julio de 2010

Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío

O por qué, al escribir, las palabras tienen que volverse otra cosa para ser exactas.

Una nota de Herta Müller, de la revista Humboldt, realmente genial. Tengo que conseguir más material de esta mujer, porque me interesó muchísimo conocer su obra, si en un artículo de una revista transmite tanto.










Los peinados de las mujeres eran, vistos por detrás, gatos sentados. ¿Por qué tengo que decir gatos sentados para describir los peinados?

Todo se volvía siempre otra cosa. Primero inadvertidamente otra cosa, cuando uno miraba sólo para sí. Después, sin embargo, demostrablemente otra cosa, cuando uno tenía que encontrar palabras, porque hablaba de esas cosas. Si se quiere ser exacto al describir, hay que inventar algo en la frase que sea por completo otra cosa, para poder ser exacto.

Todas las mujeres del pueblo tenían una trenza larga y gruesa. Doblada en dos, se llevaba la trenza en posición vertical desde la parte de atrás hasta más allá de la mitad de la cabeza, donde se fijaba con una peineta de asta semicircular. Los dientes de la peineta desapare­cían en el pelo, y de su borde curvo sobresalían únicamente las puntas exteriores, como pequeñas orejas puntiagudas. Con las orejas y la gruesa trenza, la parte de atrás de la cabeza de las mujeres parecía un gato sentado, derecho como una vela.


Las serpientes imaginadas

Estas características vagabundas que transformaban un objeto en otro eran imprevisibles. En un instante distorsionaban la percepción, hacían de ella lo que que­rían. Todas las ramas delgadas que flotaban en el agua parecían serpientes acuáticas. Debido a mi miedo constante a las serpientes, tenía miedo al agua. Si no he aprendido nunca a nadar no es por miedo a ahogarme, sino por miedo al palo-serpiente, a esas ramas secas flotantes. Las serpientes imaginadas me causaban mayor impresión de lo que hubieran podido hacer las reales, estaban siempre en mis pensamientos cuando veía el río.

Y siempre que los entierros se acercaban al cementerio se hacía sonar la campanilla. Un largo cordel con la pequeña campana que emitía breves sonidos perentorios: para mí era la serpiente del cementerio, que con su lengua azucarada atraía a la gente a la muerte y a los muertos a la tumba para acariciarlos. Y las caricias les sentaban bien a los muertos; eso se notaba en el soplo de viento que recorría el cementerio. Lo que les sentaba bien a los muertos me repugnaba. Y cuanto más me repugnaba tanto más obsesivamente pensaba en ello. Pues siempre había una corriente, un viento frío o caliente y seco que me molestaba. Pero en lugar de apresurarme, sólo se me aceleraba la respiración, y transportaba el agua lentamente, regaba las flores lentamente, para permanecer más tiempo. Tal vez era una adicción, esos objetos imaginados en la cabeza con sus características vagabundas. Yo los buscaba sin cesar, por eso me buscaban ellos a mí.

Un día antes de emigrar, cuando mi mejor amiga se despidió de mí, nos abrazamos pensando que no nos volveríamos a ver, porque ni yo podía regresar al país ni ella abandonarlo...; mi amiga se despedía, pues, de mí, pero no podíamos separarnos. Atravesó tres veces el umbral de la puerta y las tres veces regresó. Sólo después del tercer intento se alejó de mí, manteniendo la misma cadencia al andar a lo largo de toda la calle. La calle discurría recta, de modo que yo veía cómo su chaqueta clara se volvía cada vez más pequeña y, en la distancia, curiosamente cada vez más brillante. No sé si brillaba el sol invernal –era febrero–, si brillaban mis propios ojos por el llanto o si brillaba la tela de la chaqueta, pero de una cosa estoy segura: yo miraba a mi amiga, y su espalda refulgía al alejarse como una cuchara de plata. Así pude expresar intuitivamente toda la separación en una palabra. La llamé Silberlöffel (cuchara de plata). Y esta palabra fue la que describió sin esfuerzo todo lo ocurrido de la forma más exacta. 

Desconfío de la lengua. Sé por propia experiencia que, para ser exacta, tiene siempre que tomar algo que no le pertenece. No sé por qué las imágenes lingüísticas son tan ladronas, por qué la comparación más válida se apropia de características que no le corresponden. Sólo con la invención surge la sorpresa, y una y otra vez se demuestra que el acercamiento a la realidad sólo empieza con la sorpresa inventada en la frase. Sólo cuando una percepción roba a la otra, cuando un objeto arrebata y usa el material de otro, sólo cuando aquello que se excluye mutuamente en lo real se ha vuelto plausible en la frase, la frase se puede imponer a la realidad, como realidad propia hecha palabra, válida en la palabra.


La caja de emigración

Mi madre pensaba que el destino siempre alcanzaba a nuestra familia en invierno. Cuando emigró conmigo de Rumanía era invierno, era febrero. Hace veinte años.

Unos días antes de salir del país, uno podía enviar setenta kilos de equipaje desde el puesto de aduana cerca de la frontera, en una caja de madera de medidas preestablecidas. El carpintero del pueblo la hizo, era de madera de acacia clara.

Yo había olvidado totalmente esa caja. Desde 1987, desde que estoy en Berlín, no había vuelto nunca a pensar en ella. Pero llegó un tiempo en que me vi obligada a pensar en ella días enteros, pues desempeñaba un papel importante en todo el mundo. Nuestra caja de emigración hizo historia, era el centro de un acontecimiento que conmovió al mundo, se había vuelto famosa, días y días se la podía ver en la televisión. Pues como ocurre cuando los objetos se vuelven autónomos, cuando sin justificación alguna adquieren la forma de otros objetos, de objetos tanto más distintos cuanto más nuestra cabeza sabe que no tienen nada que ver con esos otros objetos, yo veía nuestra caja de emigración permanentemente en la televisión, porque había muerto el Papa. Su ataúd era parecido a nuestra caja. Entonces me vino de nuevo a la mente toda nuestra emigración.

A las cuatro de la mañana partimos en un camión mi madre y yo con la caja de emigración. El puesto de aduana estaba a cinco o seis horas de camino. Nosotras íbamos sentadas en el remolque, en el suelo, al socaire de la caja. La noche era gélida y cristalina, la luna se columpiaba vertical, los ojos estaban abultados y rígidos por el frío, como manzanas heladas en la frente. Era doloroso parpadear, como si tuviéramos polvo de escarcha en los ojos. Primero la luna se columpiaba delgada y un poco curva, más tarde, cuando el frío se hizo aún mayor, comenzó a pinchar, estaba afilada en punta. La noche no era negra sino transparente, porque la nieve venía a ser un reflejo de la luz del día. Hacía demasiado frío para hablar en ese viaje. Uno no tiene ganas de abrir continuamente la boca si se le congela el paladar. Yo no decía ni pío. Pero después hubo que hablar, porque mi madre, quizás sólo para ella, sin darse cuenta, dijo en voz alta: Es siempre la misma nieve.

Con ello se refería a su deportación a la Unión Soviética para realizar trabajos forzados, en enero de 1945. Incluso jóvenes de dieciséis años estaban en las listas de los rusos. Muchos se escondieron. Mi madre llevaba cuatro días en un agujero en la tierra, en el huerto de los vecinos, detrás del granero. Entonces llegó la nieve. Ya no le podían llevar la comida a escondidas, cada paso entre la casa, el granero y el escondite bajo tierra se hizo visible. En todo el pueblo se podían ver los caminos que llevaban a cada uno de los escondites. Se podían leer las huellas en los huertos. La nieve denunciaba. No sólo mi madre, muchos otros tuvieron que salir voluntariamente de su escondite, voluntariamente forzados por la nieve. Y eso significaba cinco años en un campo de trabajo. Eso mi madre nunca se lo perdonó a la nieve.

Hasta el día de hoy mi madre cree que la espesa nieve es la principal culpable de su deportación. Cree que la nieve cayó en el pueblo como si supiese dónde estaba, como si se sintiera allí en su casa. Pero que se comportó de manera extraña y se puso inmediatamente al servicio de los rusos. La nieve es una traición blanca. Eso es exactamente lo que quería decir mi madre con su frase: Es siempre la misma nieve.


“Schneeverrat” (la traición de la nieve)

Mi madre no decía nunca la palabra traición, no lo necesitaba. La palabra traición estaba allí porque ella no la decía. Y la palabra traición se hizo con los años incluso más grande cuantas más veces ella contaba su historia sin la palabra traición, con frases repetidas hechas siempre de las mismas expresiones acuñadas que no necesitaban la palabra traición. Mucho después, cuando yo ya conocía las historias de la deportación desde hacía años, caí en la cuenta de que la palabra traición, a fuerza de ser evitada, se había vuelto, en lo narrado, monstruosa, tan fundamental que, si se quisiera, podría haberse resumido toda la historia en las palabras “traición de la nieve”. Lo vivido era tan fuerte que en todos los años siguientes sólo las palabras corrientes servían para la narración, nada de palabras abstractas, nada de palabras enfáticas.

Schneeverrat es mi palabra y es exactamente de la misma clase que Silberlöffel. Una palabra directa para historias largas y complicadas, que contiene tantas ­cosas no dichas porque evita todos los detalles. Como tales palabras reducen a un punto el transcurso de lo ocurrido, las representaciones sobre las infinitas posibilidades se desarrollan en la cabeza. Una palabra como Schneeverrat admite muchas comparaciones, porque no se ha hecho ninguna. Una palabra así salta de la frase como si fuera de otro material. Este material es para mí: el truco de la lengua. El truco de la lengua, del que tengo siempre tanto miedo y que me crea adicción. Miedo porque, al intentar el truco, siento que, si tengo éxito, algo a través de él se vuelve real más allá de la palabra. Porque forcejeo tanto con el éxito, como si quisiera evitarlo. Y porque además sé que el spagat entre el éxito y el fracaso se balancea como una comba, pero son las sienes las que saltan y no los pies. Inventada por el truco, esto es, totalmente artificial, una palabra como Schneeverrat oscila. Su material se transforma y ya no se distingue de una sensación natural corporalmente intensa.

En enero de 1945 mi madre viajaba al campo de trabajo en el vagón de ganado precintado y ahora conmigo en un camión a la aduana. Entonces estaba vigilada por milicias con fusiles, ahora la luna era la única que miraba. Entonces era una prisionera y ahora alguien que emigraba. Entonces tenía veinte años y ahora más de sesenta.

Con sesenta años y setenta kilos de equipaje, con una caja de emigración, era duro viajar con la luna en febrero en un camión a través de la nieve, pero nada comparable a 1945. Yo quería abandonar el país, después de años soportando que me hicieran la vida imposible. Aunque tuviera los nervios desechos, aunque fuese necesario para escapar del régimen de Ceausescu y de su policía secreta, aunque fuese necesario para no perder la razón, era Pese a Todo algo voluntario y no obligado. Yo quería irme, y ella quería porque yo quería. Tuve que decirle eso en ese camión, aunque se me helara el paladar al hablar. “Deja de hacer comparaciones, la nieve no tiene la culpa”, tuve que decirle a mi madre, “la nieve no nos ha forzado a salir de ningún escondite”.

Entonces yo no estaba muy lejos de perder la razón. Estaba destrozada, los nervios me jugaban malas pasadas, el miedo que tenía goteaba de mi piel a todos los objetos que manejaba. Y ellos me manejaban inmediatamente a mí. Cuando uno mira un poco más allá de sus narices, cuando oscila en su cabeza unos milímetros entre lo abstruso y lo normal y, al hacerlo, se observa a sí mismo, ha llegado al límite extremo de la normalidad.

En ese estado llegué a Núremberg, al centro de acogida Langwasser. Era un bloque alto en forma de torre frente a la explanada del Congreso del Partido de Hitler. En el bloque: los compartimentos para dormir, los pasillos sin ventanas, sólo con luz de neón, los innumerables despachos. Y el primer día un interrogatorio con el Bundesnachrichtendienst (Servicio Federal de Inteligencia de Alemania Occidental). Y también al día siguiente, y varias veces separadas por pausas, y al tercer día, y al cuarto. Tenía clara una cosa: la Securitate no vive conmigo en Núremberg, aquí sólo está el Bundesnachrichtendienst. Yo estaba ahora donde estaba, pero ¿dónde, maldita sea, adónde había llegado? Los interrogadores se llamaban inspectores. En la puerta ponía oficina de inspección A y oficina de inspección B. El inspector A comprobó si yo “no tenía una misión”. La palabra confidente no se dijo, pero se hicieron comprobaciones: “¿Tenía usted algo que ver con el servicio secreto de su país?”. “Él conmigo, que es diferente”, dije. Era indignante. El inspector B comprobó entonces: “¿Quería usted derrocar al gobierno? Ahora lo puede confesar, ahora ya es ‘nieve de ayer’”. [La expresión alemana “Schnee von gestern” (nieve de ayer) es equivalente a la española “agua pasada”, y como ésta se utiliza para decir que algo ya no tiene vigencia en el momento actual. N. d. T.]

Entonces ocurrió. No pude soportar que un inspector despachara mi vida con un modismo. Salté de la silla y dije en voz muy alta: Es siempre la misma nieve.

El modismo con la “nieve de ayer” tampoco me gustaba antes, porque no quiere saber lo que pasaba ayer. En ese momento percibí claramente qué es lo que no soporto en esa expresión con la nieve de ayer: no soporto la bajeza con la que aquí se abre paso una metáfora, cómo da muestras de desprecio. Qué insegura tiene que ser esa expresión si avasalla de esa manera, si se presenta tan arrogante. De la expresión se deduce que esa nieve fue importante ayer, si no, no se hablaría de ella, no habría que deshacerse de ella hoy. Lo que se me pasó por la cabeza no se lo dije al inspector. En rumano hay dos palabras para nieve. Una de ellas, la palabra poética para nieve, es NEA. Y NEA denomina asimismo en rumano a un señor al que conocemos demasiado bien para tratarlo de usted y demasiado poco para tutearlo. En alemán se diría tal vez TÍO. A veces las palabras se utilizan ellas mismas como quieren. Tuve que defenderme del inspector y de la sugestión del rumano, que me decía: Es siempre la misma nieve y siempre el mismo tío.


Jugar y comer

Cada invierno venía a nuestra casa la costurera de ropa blanca. Se quedaba dos semanas y dormía en la casa. Se llamaba así porque sólo cosía cosas blancas: camisas y camisetas y calzoncillos y camisones y sujetadores y ligueros y ropa de cama. Yo pasaba mucho tiempo cerca de la máquina de coser, miraba cómo corrían las puntadas y aparecía una costura. La última noche que se quedaba con nosotros le dije después de la cena: Cóseme algo para jugar.

Ella dijo: ¿Qué quieres que te cosa?

Yo dije: Un trozo de pan.

Ella dijo: Entonces tienes que comer después todo a lo que has jugado.

Comer todo a lo que uno ha jugado. Así se podría definir también la escritura. Quién sabe: lo que escribo lo tengo que comer, lo que no escribo: me devora a mí. No desaparece porque lo coma. Y no desaparezco porque me devore. Así es cuando los objetos se vuelven autónomos y las imágenes lingüísticas se apropian como ladronas de lo que no les pertenece. Justamente al escribir, cuando las palabras se vuelven otra cosa para ser exactas, verifico meneando la cabeza: Es siempre la misma nieve y siempre el mismo tío.


La autora fue invitada porla cátedra de poética de la Universidad de Zúrich en 2007. El texto es una versión ligeramente abreviada de la primera, de un total de tres, clases magistrales.
Herta Müller (1953, Rumanía)
vive desde 1987 en Berlín. Su familia pertenecía a la minoría alemana de Rumanía. Después de concluir sus estudios de Filología Alemana y Rumana en Temeswar, trabajó como traductora y profesora. En 2005 apareció su libro Die blassen Herren mit den Mokkatassen en la Editorial Hanser. En 2009 obtuvo el Nobel de Literatura.

Traducción del alemán: Luis Muñiz
Copyright: 2007 Herta Müller
Publicado por cortesía de la Ed. Carl Hanser, Múnich

Winter



Hace tanto frío que se me congelan las ideas...
y sólo tengo pensamientos nevados...




sábado, 10 de julio de 2010

CASI! "No te vi Campeón, pero te vi dejar todo!! Gracias Uruguay!!"

 (comentario hecho en JR :] )


alemania sí...
acabo de volver a casa...

[suspiro, modo hincha on]

y bueh... tengo ganas de pegarle al juez porque no me puedo quejar de él como los de los otros partidos que nos hacían la vida imposible, éste fue buenisimo

y los alemanes nos ganaron bien...
nosotros jugamos bien, y jugarle de igual a igual a ALEMANIA que son unos grosos? tah, estamos cumplidos
quedar cuartos despues de entrar por repechaje? felices!

sólo qe qeda esa cosita de... y si forlán hubiera metido ese gol? y si suarez no hubiera desaprovechado las oportunidades? y si muslera hubiera atajado? tah...

los alemanes si aprovecharon esas oportunidades, y se merecieron ganar el partido :)

[suspiro again]

me re explayé jajajajaja
tah, ahora ya termino, pero antes quiero decir un par de cosas xD

GROSOS: Fucile ♥♥♥, el ruso, el cacha, forlán, la tota ♥♥♥ asghshaghsg monumento a ellos :)

y otra...

Venus, agradecé no ser uruguaya entonces ¬¬ estos tipos te tienen con el corazon en la garganta hasta el ulllllltimo minuto, y parece qe necesitan qe les hagan un gol para despertarse... ¬¬ malo para los nervios, believe me...

ta, creo qe ya dije todo lo que tenia qe decir xD ya babeé por fucile? ah si, ta, me saco la camiseta y me retiro...

edit: me faltó decir que estoy orgullosísima de la seleccion :) qe el lunes voy a estar ahí para secuestrar a fuci, la tota y muslera recibirlos y eso... a prepararse para la copa américa y el 2014 ;)

[modo hincha off] 



 

miércoles, 7 de julio de 2010

Jacqueline du Pré

Jacqueline Mary du Pré nació en Oxford el 26 de junio de 1945, en el seno de una familia de clase media con marcada inclinación musical, y desde muy pequeña se sintió atraída por la magia del cello, siendo muy pronto catalogada como niña prodigio.


 Todo comenzó a la edad de 5 años, cuando escuchó por la radio el sonido de un cello. A pesar de su corta edad, aquél hecho marcó el rumbo de su vida y, a partir de ese momento, comenzó una carrera vertiginosa hacia la consagración: estudios con diversos profesores en las mejores escuelas de Inglaterra, clases magistrales con los mejores intérpretes (Rostropovich, Casals…), conciertos por Europa y América, numerosas grabaciones y una dedicación absoluta a ese magnifico instrumento al que abrazaba con sus muslos como si se tratara de un amante.





Uno de sus grandes y más llamativos hitos interpretativos fue su debut en el Carnegie Hall de Nueva York, en 1965, donde interpretó el Concierto para Violonchelo de Elgar, una preciosidad, y una de sus especialidades. Es, sin lugar a dudas, la mejor intérprete de tan hermosa composición.


 


 La intensidad y pasión con las que interpretaba, así como su singular visión de algunas obras, la elevaron a la cumbre en un imparable ascenso, y en las navidades de 1966 conoció a Daniel Barenboim, del que se hizo inseparable y con quien formó pareja artística y sentimental. Fue una de las relaciones más fructíferas en el mundo de la música, llegando algunos a compararla con la de Clara y Robert Schumann.










 
Pero, por desgracia, los años de éxitos iban a terminar muy pronto. En Julio de 1971, encontrándose en la cima de su carrera, comenzó a sufrir algunas molestias que le impedían tocar como siempre y, después de varias recaídas llegó su retirada en 1973, con tan solo 28 años. Diagnosticada con esclerosis múltiple, sus manos ya no le respondían y acabó imposibilitada en una silla de ruedas, sumida en un deterioro progresivo hasta su muerte en Londres el 19 de octubre de 1987, a la edad de 42 años, tras haber dedicado los últimos años de su vida a la enseñanza.




Es un completo absurdo que ella, que con sus manos sobre el cello arrancaba las más hermosas melodías para transportarnos al intenso mundo de las emociones, pagara tan alto precio. Y es que no hay justicia entre los dioses. No la hay cuando te arrebatan lo más preciado, aquello con lo que derrochas belleza.









 
¿O será que las palabras de Menandro tenían una base justificada?
“Aquel a quien los dioses aman, muere joven”



  A pesar de ello, por encima de la muerte y del olvido, Jacqueline y su sonrisa contínuan con nosotros. 











(El Reposo de la Guerrera)


(Rosa Jacqueline du Pré)

martes, 6 de julio de 2010

La Celeste!

Orgullosa de la celeste, de la selección, de que la hayan peleado hasta el final, de que el juez no nos haya ayudado, de que llegaran más lejos de lo que nadie esperaba, de que a pesar de no haber ganado sigamos alentando siempre! Uruguay carajo! 

Estamos entre los cuatro mejores del mundo cuando antes del mundial nadie daba dos pesos por nosotros :) Uruguay nomás!

Qué no ni no!

 

 

http://www.teledoce.com/noticia/10189_Agradecimiento-y-orgullo-de-todos-los-uruguayos/

http://www.teledoce.com/noticia/10178_Entro-por-la-ventana-y-se-va-por-la-puerta-principal/


http://www.teledoce.com/noticia/10185_El-mundo-dijo-Uruguay/

http://www.teledoce.com/noticia/10199_Prensa-internacional-elogio-a-Uruguay/

http://www.teledoce.com/noticia/10175_Cientos-de-hinchas-animaron-al-plantel/

http://www.elpais.com.uy/100706/ultmo-500196/ultimomomento/la-gente-agradece-a-la-celeste

 

lunes, 5 de julio de 2010

WTF?



Nunca habría esperado algo así:

Gente entrando desde Japón? EEUU? Estonia???
Es realmente lindo ver tantas estrellitas, y me sorpenden mucho incluso de Latinoamérica y España... pero de esos tres países... amazing!